VIAJE TRANSAHARIANO AGOSTO 2002

Salimos de Madrid el uno de agosto un grupo de amigos en tres vehículos, con la intención de llegar por tierra hasta Bamako, la capital de la República de Malí. El trayecto hasta Málaga se hizo un poco pesado porque el camión Mercedes 4x4 que llevábamos no pasa de 80 km/h. El primer camping que vimos en Manilva estaba completo. Nos indicaron que la distancia hasta el camping más cercano era de 30 kilómetros en dirección a Cádiz. Pero encontramos otro medio vacío a solo 500 metros del primer camping. Es curioso como a veces el exceso de competencia entre establecimientos vecinos les lleva a ignorarse mutuamente y, lo que es peor, a torear a los viajeros que solo buscan reposo.

Al día siguiente fuimos a Algeciras. En el puerto me arrimé demasiado a un bordillo cuando estaba aparcando y pinché una rueda. Después de cambiarla cruzamos el Estrecho y en Ceuta realizamos las últimas compras. Cada uno disponía de una resistente caja de cartón acolchada bastante grande para guardar su comida. Cada cual llevaba para comer lo que más le apetecía.

A la hora de elegir la vitualla en un viaje de este tipo, más que las propiedades nutritivas de la comida, yo valoro la facilidad para prepararla y lo rica que esté. Con el cansancio, el calor, la arena y el viento, si no es algo que puedas preparar rápidamente y te apetezca mucho, no te lo comes y acabas desnutrido o deshidratado. Esas galletitas que tanto le gustan a uno, esos pistachos tan agradecidos a cualquier hora, ese embutido ibérico que se deshace en el paladar, esas gulas en lata que abres y comes sin complicarte la vida, esa leche condensada...

Y para cenar, ya más tranquilamente, comida caliente más consistente como pasta, arroz, legumbres, etc. En principio, nada para compartir, aunque luego se compartía todo lo que hiciera falta. La bebida iba en dos grandes cajas de cartón: agua y Aquarius. No haría publicidad de esa marca si no sospechara que ese líquido portentoso en ocasiones me ha podido salvar la vida. Además se puede beber del tiempo, que en el desierto significa calentorro, sin que te produzca arcadas.

Cruzar la frontera de Ceuta con Marruecos nos llevó un par de horas, por la cantidad de personas que había esperando, además de nosotros. Después de circunvalar Tetuán, paramos a cenar en un espacioso restaurante que hay en las montañas, camino a Larache. Esa noche dormimos en el camping de Kenitra.

Al día siguiente llegamos a Essaouira. Después de montar las tiendas en el ventoso camping que hay a las afueras de la ciudad, fuimos a cenar al minúsculo restaurante Mimosa. Por la mañana llevé el Peugeot 505 a un taller. Repararon el alternador, que no cargaba suficiente electricidad en la batería, y por fin el aire acondicionado que tanto me había costado instalar funcionó.

La siguiente etapa nos llevó hasta el parque natural de Sous Massa, cerca de Agou Playa.

Me gusta conocer sitios diferentes y eso hace que en cada viaje me pierda varias veces, procurando no alejarme demasiado de la ruta principal.

Al día siguiente continuamos hacia el sur visitando los sitios más interesantes, como la sebkha Tazra.

Paramos a descansar en una zona de dunas.

Iñaki se fue a dar un paseo para disfrutar del paisaje.

Yo me entretuve haciendo fotos de la arena.

Llevábamos sillas y mesas para comer, incluso una mesa auxiliar para preparar la comida, pero a veces el viento era tan fuerte que nos impedía montarlas. En un viaje anterior se me voló el toldo que llevaba para el sol. Llegamos a Laayoune y cenamos en el restaurante La Perla. La cocina es excelente, pero al no estar preparados para recibir mucha clientela, tardan mucho en servirnos. Paciencia, no teníamos prisa. Estábamos de vacaciones. Dormimos en los bungalows Le Champignon de Foum El Oued.

Un barco encallado.

Al día siguiente continuamos hacia el sur. Paramos en lo alto de un acantilado para comer, pero el viento era tan fuerte que no pudimos ni salir de los vehículos. Una de las puertas del camión estuvo a punto de correr la misma suerte que el toldo.

Queríamos acampar en el golfo de Cintra, pero se nos hizo tarde. Decidimos buscar un lugar bonito y apacible antes de llegar a El Argoub. Anochecía y no había tiempo que perder. Cada vehículo tomó un rumbo diferente. Los del Toyota se metieron por una pista bastante arenosa cuesta abajo. No me atreví a entrar por allí con el camión y se dieron media vuelta. Cuesta arriba no podían subir y tuvieron que deshinchar las ruedas. Los del Peugeot se quedaron atascados en una zona de arena. Entre todos lo sacamos y acampamos allí mismo. Colocamos los vehículos en fila para frenar el viento.

A la mañana siguiente hinchamos las ruedas que habíamos deshinchado el día anterior, desayunamos tranquilamente, recogimos nuestro campamento y retomamos la carretera.

Como todas las mañanas cuando empezábamos la ruta, Joe, natural de Nashville, nos deleitó con su particular versión de "On the road again". Fue como el pistoletazo de salida para la gran desbandada. El Toyota y el Peugeot me pasaron a toda velocidad, y se perdieron en el horizonte. Tenían unas ganas tremendas de llegar al desierto. Yo también, pero el camión no daba más de si. Los del Toyota llegaron de un tirón hasta el puesto fronterizo de salida de Marruecos. Los del Peugeot se metieron por la playa y se quedaron atascados. Pudieron salir y se reunieron conmigo en la gasolinera. Llenamos de gasoil los 15 bidones que habíamos comprado en Boujdour. En el camión había sitio de sobra. Además, siempre es mejor que sobre a que falte. Sobre todo, teniendo en cuenta que en Mauritania, donde el combustible es más caro, a veces falla el suministro.

Por el camino los del camión paramos a ver una gran duna. Joe y yo aprovechamos para hacernos una foto.

Volvimos a juntarnos en Guerguarat, comimos e hicimos los trámites de salida de Marruecos. Dijimos adiós a la carretera, y a la entrada de la pista tuvo lugar el episodio más glorioso de todo el viaje. Me paré, reuní a los conductores y les solté un discurso sobre los peligros del Sahara, la prudencia y la responsabilidad. A continuación y guiados por mí, nos perdimos.

Circulamos tranquilamente por la antigua carretera, llena de baches pero libre de minas. Llegamos a una zona de arena y vi a dos vehículos y dos motos con serias dificultades para atravesarla. Quise bordearla por la izquierda siguiendo unas rodadas y con la intención de desviarme a la derecha a la primera oportunidad. Pero no encontré ningún camino en ese sentido, y no me atreví a atajar circulando campo a través por miedo a las minas. Pretendía llegar a Noadhibou entero y por tierra, no volando y a cachos. Recorrimos un par de kilómetros, hasta que vimos que las rodadas que seguíamos se perdían en una extensa duna. Quise atravesarla, pero los vehículos se atascaban. Así que dimos media vuelta hasta la bifurcación en la que nos habíamos salido y proseguimos por la pseudocarretera hasta el puesto fronterizo mauritano.

Una señal avisaba en italiano del peligro de minas.

Cumplimentamos los trámites de entrada en Mauritania y proseguimos por el camino más lento y seguro, la antigua carretera. Solo hay arena en dos tramos. Son pequeñas dunas que a veces se desplazan, por lo que siempre que llego a esos tramos tengo que pararme, bajarme del camión y mirar por donde se puede pasar. Quizá el desvío que tomo en un viaje no sea practicable en el siguiente. Los funcionarios mauritanos que están en la frontera utilizan otra pista que va por la izquierda. Hay mucha arena, pero tienen buenos vehículos, conducen de maravilla, y llegan a Nouadhibou en media hora. Nosotros tardamos bastante más y se nos hizo de noche. Antes de llegar a Nouadhibou me emocioné, le di caña y pinché otra rueda. El que haya conducido con un camión 4x4 por pistas sabrá perdonarme. Como la rueda pinchada era una de las dobles de atrás, pasé de pararme y me limité a circular despacito hasta llegar al hotel.

Al día siguiente llevé el Peugeot al taller del senegalés Roger, el mejor mecánico de Nouadhibou. Había observado una pequeña pérdida de aceite por el carter, nada grave. Pero teniendo tiempo, consideré que era mejor arreglarlo. Le dejé el coche al mecánico y me fui con el camión a otro taller para arreglar el pinchazo del día anterior. Cuando regresé a recoger el Peugeot me encontré con que le habían sacado las tripas. El motor colgaba de un gancho, y un mecánico lo estaba despiezando a conciencia. Le pregunté a Roger qué estaba haciendo empleando todas las palabrotas que conozco en francés y algunas más en castellano para mí mismo a modo de desahogo. Me dijo que la semana anterior había tenido que tapar el foso porque se le inundaba cada vez que llovía y no estaba dispuesto a tirarse en el mugriento suelo para arreglar mi coche. más tarde me enteré de que en Nouadhibou llueve una media de cuatro días al año. Observé que efectivamente el suelo estaba negro de grasa mezclada con aceite y barro, aunque también es verdad que su mono, azul en origen, no estaba más claro que el color de su piel de ébano.

Me fui corriendo a buscar a mis compañeros de viaje y les llevé al taller para que vieran con sus propios ojos lo que yo me sentía incapaz de contar con palabras. Roger nos dijo que no nos preocupásemos, porque el coche iba a quedar como nuevo. Y así fue, ya que no volvió a dar ni un solo problema en todo el viaje.

Comimos en el restaurante del Hogar Canario y después de una merecida siesta en el hotel, fuimos a visitar Cabo Blanco al más puro estilo mauritano: apelotonados en el Toyota. A la vuelta recogí el Peugeot, lo revisé a conciencia y comprobé aliviado que funcionaba. Estaba preparado para atravesar el temible desierto.

Al día siguiente madrugamos dispuestos a internarnos en el Sahara. Una oportuna lluvia endureció la arena y la hizo más compacta y transitable.

Después de recorrer medio centenar de kilómetros, paramos a descansar cerca de un pozo donde abrevaba un rebaño de camellos.

Nos detuvimos a comer cerca de donde empieza una bonita zona de dunas aisladas.

Por la tarde llegamos a una zona de arena blanda y atasqué el camión hasta los puentes. No me gustan las mediocridades, así que cuando meto la pata procuro que sea hasta el fondo.

La experiencia en el desierto no sirve de nada y sigo cometiendo fallos como el primer día. Paradojicamente eso produce un efecto beneficioso en el resto del grupo y contribuye a mejorar la convivencia y el desarrollo del viaje en general. A nadie le gusta viajar con un sabelotodo que nunca se equivoca y que siempre tiene razón, terminaría resultando insoportable. Uno de los aspectos que más valoro en una persona es su capacidad para cometer errores. Prefiero gente que dude, sufra y fracase de vez en cuando. No siempre, claro. Tampoco hay que pasarse.

No encontré a Sufi, el guía con el que viajo habitualmente desde Nouadhibou hasta Nouakchott, y el que contraté resultó ser bastante antipático. Después de quedar atascados la segunda vez, me recordó que yo le había prometido que llegaríamos a Noakchott en dos días y no estaba dispuesto perder más tiempo porque era una persona muy ocupada y debía atender sus negocios. Le mandé a freir espárragos, y proseguimos el viaje. Llegamos hasta Tafarit. Al guía no le importó que estuviéramos cansados y nos llevó a todos a casa del responsable local del parque nacional para negociar su comisión. Pasamos de él y fuimos directamente a la playa. Montamos nuestro campamento y encendimos una hoguera con unos troncos que habíamos encontrado tirados por el camino. Seguramente alguien los habría perdido. Hasta para eso tuvimos suerte. Preparamos la cena e invitamos al guía a un plato de espaguetis con atún. Algo debió ver en nuestra compañía que le molestó profundamente. Nada mas devorar el atún, se levantó sin dar las gracias ni decir buenas noches, y se metió en el Peugeot a dormir. Quizá fue el excelente vino de Meknes, o el delicioso jamón de Jabugo, o el trato igualitario que los chicos profesábamos a las únicas dos mujeres del grupo. Es un misterio que nunca sabremos.

A la mañana siguiente nos dimos un saludable baño en el mar, que nos recibió con agua clara, apacible y templada. Recogimos y nos dispusimos a atravesar las dunas de Azefal. Deshinchamos las ruedas del Toyota y del Peugeot a un kilo y las del camión a dos kilos. Observamos charcos, vegetación verde y barro, algo inusual. Recordé que a José Luis, un amigo que pasó hacía un par de semanas por esa zona, le llovió abundantemente y estuvo varios días bloqueado. También es mala suerte. Afortunadamente llegamos a Nouamghar sin problemas, pagamos la tasa del parque nacional y nos dimos otro baño mientras esperábamos que bajase la marea para circular por la playa.

Cuando bajó la marea nos metimos por la playa y circulamos por una estrecha franja de arena húmeda y relativamente dura, evitando las olas que venían por la derecha y la arena blanda de la izquierda. Era uno de los platos fuertes del viaje. Llegamos a un tramo de rocas. El camión y el Toyota las evitaron por la izquierda, atravesando una zona de mucha arena por donde el Peugeot no podría circular. Estuvimos esperando un rato, hasta que encontramos un hueco entre ola y ola para pasar. Tuvimos suerte.

Recordé que mi amigo Paco en un viaje anterior había perdido un Peugeot en esa zona. Lo único que pudieron hacer fue atarlo con una cuerda y observar con impotencia durante cuatro horas cómo se balanceaba de un lado a otro, hasta que bajó nuevamente la marea. El agua había entrado por todos sitios, y el coche estaba echado a perder. Finalmente lo tuvieron que regalar.


Pasamos cerca de un barco encallado.

Llegamos a Nouakchott y buscamos cerca de la lonja un sitio para salir de la playa. No tomé suficiente impulso y quedé nuevamente atascado. Conecté la reductora e intenté salir por las bravas pero el camión se hundió más. Deshinché las ruedas hasta un kilo, pero no hubo forma. Viendo que la marea comenzaba a subir, me entró el pánico. Con las prisas, coloqué mal una de las planchas y pinché la rueda delantera izquierda. Si quería salvar el camión, debía cambiarla rápidamente.

Es curioso cómo a veces todo se echa a perder, cuando creemos tener el objetivo conseguido. Pero como dice mi amigo Manolo, hasta el rabo, todo es toro. Ese paciente que fallece en un accidente de tráfico después de vencer un cáncer. Ese contrato que estamos a punto de conseguir, y que se frustra porque alguien en Wall Street aprieta un botón y envía a 200 personas a la calle.

Esta vez y gracias a la colaboración de todos menos el guía, que había desaparecido, pudimos cambiar la rueda y sacar el camión antes de que se lo llevase la marea. Nos costó un par de horas de trabajo intenso, pero lo conseguimos.

Cayó la noche y montamos nuestras tiendas en el camping de la playa de Nouakchott. El día siguiente nos lo tomamos de merecido descanso. Nos vino estupendamente, ya que en la siguiente etapa debíamos entrar en Senegal, atravesando la odiosa frontera de Rosso.

De camino a Rosso, paramos a comer dentro de una jaima.


Al principio la señora que había dentro no estaba muy contenta con nuestra visita, pero luego se partía de risa.


Terminó viniendo a conocernos toda la familia.

En cada control de policía, aduana y gendarmería, siempre había alguien que nos pedía algo. Yo procuro llevarlo todo en regla y nunca regalo nada, excepto saludos, sonrisas y amabilidad. Antes pensaba que dar propinas y regalitos a los funcionarios agiliza los trámites, pero la experiencia me ha demostrado que eso no es así. Si le das algo a uno, los demás se enfadan y buscan alguna excusa para retenerte hasta que les des algo. Y si vas dando a todo el mundo, al final te quedas sin nada y además se ríen de ti. Ellos tienen su sueldo. Si les parece poco, siempre se pueden buscar otro trabajo. Nadie les obliga a ser funcionarios.

La frontera de Rosso fue, como estaba previsto, un pequeño infierno. Afortunadamente la cruzamos con más rapidez que en otras ocasiones. El episodio más destacado lo protagonizó un empleado de la compañía que gestiona el trasbordador, famoso por su mala leche. Se apropió de mi pasaporte y luego me exigió 1000 ouguillas para devolvérmelo. No se cómo lo había conseguido, ya que yo se lo había entregado personalmente al jefe de la aduana. Me dijo que, si no le daba el dinero, tendríamos que esperar allí dos horas más. Yo le respondí que no sabía exactamente cuánto tiempo estaría allí, pero que estaba casi seguro de que él nunca podría salir de aquel pozo inmundo. Eso le dejó baldado y aproveché su desconcierto para arrebatarle con un rápido movimiento de mano MI pasaporte.

En Senegal, donde los funcionarios suelen ser bastante más amables, cumplimentamos rápidamente los trámites de entrada. Fuimos hasta N'Dioum, y nos alojamos en los bungalows que hay cerca del río Senegal. Mientras cenábamos en la terraza del restaurante, se fue la luz y dejó de funcionar el aire acondicionado de las habitaciones. Hacía bastante calor y afortunadamente en un par de horas pudieron reparar la avería. Me dijeron que el antiguo gerente, al que todos llamaban afectuosamente Le Vieux (El Viejo), había fallecido recientemente. Me dio mucha pena, porque siempre me trataba muy bien. Era como un remanso de paz después de la tensión de Rosso. Como suele decirse, siempre se van los mejores. Por eso nunca hay que esforzarse demasiado en mejorar.

Al día siguiente, fuimos por una excelente carretera de reciente construcción hasta Bakel. El ministerio de obras públicas senegalés está haciendo un gran trabajo con sus escasos medios y cada vez quedan menos tramos con baches.

Parábamos en los poblados que más nos gustaban. Íbamos a nuestro aire, sin un programa rígido que cumplir a toda costa, sin ataduras ni compromisos. Esta foto me salió bastante bién. A diferencia de los mauritanos, a los senegaleses no les importa que les fotografíen.

Esta choza estaba completamente rodeada de ramas con espinas y troncos. Pregunté a una señora el motivo pero no nos entendimos. Ni ella hablaba francés, ni yo sarakolé.

En Bakel encontramos un hotel muy tranquilo, éramos los únicos huéspedes. Las paredes habián sido decoradas por un artista local llamado Cissé en 1991.

Entre Bakel y Kidira hay unos poblados y unos paisajes impresionantes.

El renacuajo de la derecha es auténtico.

Entramos en Malí por Kidira y paramos a comer a la sombra de un hermoso Baobab.

Iñaki y una africana, apoyada en un enorme baobab y que estuvo durante todo el tiempo que permanecimos comiendo observándonos, se miran con curiosidad.

Manolo aprovechó que la vaquita estaba dormida para hacerle una foto. No tenía un aspecto muy saludable.

Llegamos a Kayes al atardecer. Los tres vehículos llegaron en perfectas condiciones. No nos habían dado en todo el viaje ningún problema importante, nosotros a ellos tampoco.

Nos alojamos en las habitaciones de una emisora de radio, frente al antiguo aeropuerto, y cenamos en el restaurante del Hotel du Rail. Fue la cena de despedida. Al día siguiente, Joe y Cristina tomaron el avión hasta Bamako, los demás montaron en el tren de pasajeros, y yo me quedé para meter los vehículos en el tren de mercancías que va de Kayes a Bamako.

Fui a la estación, y reservé una plataforma. Adelanté 80 euros al "transitario" Mussa Balla Coulibaly. Me prometió que saldría esa misma tarde. En tres días no vi ni la plataforma, ni al transitario, ni mucho menos el dinero. Al cuarto día, me cansé de esperar, presenté una denuncia en la policía y me fui con el camión por la pista de Nioro.

Había agua, barro, lodo, arena y piedras, pero se podía pasar. Prefería eso a quedarme en Kayes. En ocasiones, la pista se perdía entre unos charcos que tenían incluso vida acuática. A medida que entraba, veía cómo el nivel del agua iba subiendo poco a poco, mientras el camión se hundía en el agua marrón. Normalmente, el centro del charco era el sitio más profundo y a partir de ahí, veía con alivio cómo el nivel disminuía cuando avanzaba lentamente. Pero no siempre era así. En más de una ocasión tuve que dar marcha atrás y buscar un camino alternativo o ir campo a través, ya que la profundidad era excesiva y el camión, en vez de subir, se hundía más todavía.

Llegué a la conclusión de que lo mejor era ir detrás de algún transporte local y seguirle, ya que ellos conocen los charcos que se pueden atravesar y los que no. Pero los condenados iban a toda pastilla y no había forma de seguirles.

Pasé la noche a las afueras de Nioro y al día siguiente llegué a Bamako.

Por el camino, me paré para fotografiar este poblado, a orillas de una laguna.

Un agricultor labraba el campo mientras escuchaba la radio.

Mujeres de la etnia Peul iban y venían cargadas de ropa y enseres, que portaban sobre la cabeza en recipientes hechos con media calabaza.

Desde Bamako, tomé nuevamente la carretera hacia el sur y recorrí Costa de Marfil comprando artesanía. Era época de lluvias. Violentas tormentas estallaban de improviso y el contraste con el sol daba lugar a colores y paisajes alucinantes.

El día que tomé esta foto, por la mañana el cielo estaba completamente despejado. A primera hora de la tarde empezó a soplar mucho viento. De pronto un frente de nubes avanzó cubriéndolo todo de agua y oscuridad. A lo lejos se veían los reflejos producidos por los rayos. La gente corría de un sitio a otro sin perder en ningún momento la sonrisa.

Un escorpión en medio de la pista.

Una pista entre frondosos bosques.

La falta de mantenimiento es cada vez más patente en las infraestructuras de Costa de Marfil. Lo veo de un viaje para otro. Es una consecuencia de las dificultades políticas por las que actualmente atraviesa el país. En las carreteras, el asfalto desaparece poco a poco. Las pistas se cuartean y los puentes se despedazan. Los agujeros de los puentes se cubren con troncos que después de las lluvias acaban pudriéndose.

Fue en un pueblo de Costa de Marfil donde ocurrió el incidente de los huevos que voy a relatar. En África hay gente encantadora, pero también capullos, como en todos sitios. Aparte de un par de asaltos importantes que he sufrido en el desierto, en ocasiones he sido víctima de pequeños robos y timos menores que siempre he procurado afrontar con paciencia, buen humor y reflexiones internas como:

1. Que niño más salado, ese que corre por ahí. Lleva en la mano una llave inglesa igualita a la que estaba usando yo hace un par de minutos.

2. Es curioso, este gasolinero asegura que me acaba de echar 140 litros, y el depósito de mi camión no caben más de 130 litros.

3. Esta simpática ancianita, que viene acompañada por media docena de nietos parecidos a los que se ven en los partidos de la NBA, me comenta que el precio por acampar en esta playa completamente desértica es de 5 euros.

Entré en el citado pueblo conduciendo mi camión con la sana intención de comprar toda la artesanía que me gustase. Lo mismo que hago en otros tantos cientos de pueblos en África, donde mucha gente me conoce y me recibe con afecto y respeto. Es mi trabajo, lo hago con ilusión y me gusta. Pero en este pueblo nunca había estado y nadie me conocía. En la calle principal, que por lo visto no estaba preparada para el paso de camiones, había un cable de electricidad mal colocado que me impedía el paso. Siguiendo indicaciones de un amable grupo de vecinos, me metí por un descampado para evitar el obstáculo y en cuanto me fue posible regresé a la calle principal. Paré en el centro del pueblo para beber un refresco y preguntar dónde podía comprar artesanía. Cuando estaba escuchando las indicaciones de un tendero, se presentó un señor sudando a chorros y visiblemente alterado. Me enseñó un plato que contenía huevos, algunos de ellos rotos. Me dijo que, al desviarme por el descampado con mi camión le había aplastado una docena de huevos y debía pagárselos a razón de nada menos que 3 euros por pieza. En total, 36 euros.

Lo que debía haber hecho: comprobar si yo realmente le había roto sus huevos. En caso afirmativo, pedirle disculpas, comprar en una tienda media docena de huevos a 5 céntimos de euro la unidad, que es lo que cuestan, y entregárselos.

Lo que hice: le llamé estafador, le dije que estaba loco, le mandé a que le porculizasen y me subí al camión con intención de largarme. Estaba bastante cansado después de conducir toda la mañana por pistas infernales en las que me jugaba la piel a cada paso, y no tenía ganas de perder el tiempo discutiendo con ese caradura.

El tipo reaccionó tirándome lo que quedaba de sus preciados huevos a la cara. Yo me agaché y el viscoso proyectil se esparció por el interior de la cabina. Me bajé del camión para felicitarle por su hazaña y nos encaramos. Todas las personas que habían presenciado la escena se interpusieron entre ambos. Afortunadamente, ya que yo no tenía la menor intención de batirme en duelo por una docena de huevos. Al final nos fuimos cada uno por nuestro lado y la cosa no pasó de una batallita más que contar. En la foto, el estado en el que quedó el interior de la cabina.

Entré en Burkina Faso y visité el país Lobi, donde tomé algunas fotos. Si quiere verlas, por favor pinche AQUÍ.

Verdes praderas de Burkina Faso, con chozas habitadas por pacíficos y afables pastores.

Aquí la gente vive igual que hace miles de años. Lo único moderno es la bicicleta, de fabricación China.

Después de recorrer buena parte de Mali, Burkina Faso y Costa de Marfil comprando artesanía, regresé a Bamako. Dejé el camión bién guardado y volé hasta Kayes, donde había dejado el Toyota. En pleno vuelo nos pilló una fuerte tormenta. El viejo avión Tupolev se movía como una batidora y tuve que hacer grandes esfuerzos para no marearme. Los únicos que no se inmutaron fueron los pilotos ucranianos, que parecían muñecos de cera clavados en sus asientos. En Kayes recuperé mi Toyota e hice el mismo recorrido que con el camión hasta Bamako. Esta vez me resultó más complicado atravesar los charcos por la diferencia de altura entre los dos vehículos. Además había llovido recientemente. Llegué con barro hasta en los calzoncillos.

El viaje de regreso hasta España lo hice acompañado por mi mujer, que viajó desde Madrid hasta Bamako en avión.

En la primera etapa llegamos hasta Nara. Al día siguiente cruzamos la frontera entre Mali y Mauritania por una pista muy bonita, donde tomé esta foto.

Como en el viaje de enero de 2001, un jinete nos acompañó durante un buén tramo, hasta que se cansó. Él solo disponía de un caballo, mientras que nosotros teníamos noventa.

Otra foto de la misma pista. El Toyota Hilux es un buén 4x4, aunque los accesorios que compré en España son bastante malos. Durante el viaje se desarmaron con los baches el parachoques delantero, el trasero y las barras portaequipajes.

Un carril estrecho para coches, y otro ancho para camiones.

En Timbedgha hicimos los trámites de entrada en Mauritania, y fuimos por carretera hasta Ayoun El Atrous.

Al día siguiente proseguimos nuestro viaje y nos sorprendió una tormenta de arena. Era como una enorme bola de algodón que avanzaba cubriéndolo todo de marrón.

En los pueblos y ante la llegada de la tormenta, la gente se afanaba en recoger o asegurar las jaimas para que no se las llevase el viento. La belleza de la escena era impresionante. Se veían las casas perfectamente iluminadas por el sol, y detrás una cortina marrón en continuo movimiento. Se oía un ruido semejante a un rugido continuo y lejano, que le ponía a uno la piel de gallina. Después de hacer estas fotos, salimos pitando. Pero la tormenta nos atrapó y tuvimos que parar, porque no se veía nada. Nos metimos a dormir en una jaima bastante sólida.

Al día siguiente llegamos a Nouakchott. La marea estaba alta y como no se podía circular por la playa, fuimos por una pista interior bastante bacheada hasta Tiouillit, un poblado de pescadores. Comimos tranquilamente y cuando vimos que la marea ya no podía bajar más, nos metimos en la playa.

En un momento del trayecto me subí a una duna y tomé esta foto.

Antes de Llegar a Nouamghar vimos este autobús que unos chicos italianos habían tenido que dejar abandonado un par de meses antes. Hace falta valor para meterse con un trasto como ese por esa zona. Si tienes alguna avería que impida al vehículo avanzar, sube la marea y te quedas sin nada. Cada día se hunde un poco más. En el próximo viaje, quizá vea el techo a ras de suelo. Aunque la vida es imprevisible y a lo mejor no llego ni hasta donde llegaron ellos.

Incluso un simple pinchazo en la playa te puede costar el coche entero. Si al elevar el vehículo colocas el gato directamente sobre la arena, se puede hundir cuando menos te lo esperes y darte el susto de tu vida. Siempre es bueno llevar un tablón además de las planchas, por si éstas quedan aprisionadas debajo de las ruedas.

En Nouamghar nos dimos un baño en el mar y montamos nuestra tienda cerca de la playa. Al día siguiente fuimos a pagar la tasa del parque nacional y buscamos un taxi que nos guiase hasta Nouadhibou. Preferíamos no correr riesgos que pudiera evitar y pensé que acompañados iríamos más seguros, pero equivoqué.

Vi un taxi lleno de gente que iba a Nouadhibou. Le pregunté al conductor si podía seguirle y me pidió 20000 ouguillas. Teniendo en cuenta que esa tarea no le iba a suponer ningún gasto ni trabajo adicional, me pareció excesivo y le ofrecí 5000 ouguillas, que terminó aceptando a regañadientes. Era un Toyota Land Cruiser antiguo.

En su interior viajaban 16 personas y en el portaequipajes mogollón de bultos.

Al poco de salir se le cayeron un par de maletas. Las volvió a colocar pero no aguantaron ni 10 kilómetros. Se le iban cayendo de vez en cuando y por lo visto prefería pararse y colocarlas de cualquier manera antes de atarlas bien.

Se pararon al llegar a las dunas de Azefal. Una de las pasajeras se encontraba mal y se tumbó en el suelo. Estaba agotada, después de atravesar la mitad del continente africano desde Ghana.

Atravesando la llamada zona de las tres grandes dunas, montañas y montañas de arena blanda y calentorra. Son las dunas de Azefal.

Antes de llegar a Ten-Alloul se averió la bomba de inyección del taxi. Al cabo de un rato la arreglaron y paramos a comer en Ten-Alloul. Durante un par de horas a nadie se le ocurrió repasar la mecánica, ya que estaban muy ocupados echándose la siesta. Proseguimos el viaje, pero a los pocos kilómetros volvieron a pararse. Estuvieron otro par de horas desmontando y montando piezas. El radiador del taxi perdía agua, y terminaron gastando lo poco que había para beber.

Desde que salimos de Nouamghar, no pasó mucho tiempo hasta que nos dimos cuenta de que aquellas personas estaba viviendo una tragedia que, inexplicablemente para nosotros, parecían aceptar con toda naturalidad. Tampoco conozco exactamente lo que había dentro de sus mentes. Yo veía que estaban intentando atravesar el desierto más grande del mundo en unas condiciones lamentables y con unos medios muy precarios. Recordé el dramático episodio que vivió mi amigo Pepe. Hace unos años, encontró tres cadáveres en medio del desierto junto a un coche averiado. La impresión que recibió fue tan fuerte, que a su regreso a Madrid precisó tratamiento psicológico.

A nosotros nos había tocado ser testigos directos de las aventuras y desventuras de los africanos que intentan llegar a Europa en busca de una vida mejor. Mucha gente se conmueve viendo por televisión los esfuerzos fallidos de esos desgraciados atravesando el mar en patera para llegar hasta España. Digo fallidos, porque los que lo consiguen no salen en televisión. Solo vemos a los que son atrapados o a los que aparecen ahogados. Pero hasta llegar a las costas saharianas o de Marruecos para subirse a la patera, han tenido que sufrir mucho. Cuando viajo por África, a veces pienso que soy un espectador privilegiado de las desgracias de lo demás y me siento mal por no ser capaz de hacer otra cosa que sobrevivir.

Estando inmersos en estas reflexiones que enmudecerían al más charlatán, vimos a lo lejos a un grupo de europeos en apuros. Se habían metido por una zona de las que allí llaman "arenas malas" y se habían quedado atascados. Se trata de arena seca y más o menos dura en la superficie, que al escarbar se hace blanda y húmeda. En el viaje de agosto de 2001 le hice una foto a un camión amarillo que había sufrido el mismo percance y que solo pudo salir remolcado por un vehículo oruga. Esas zonas de "arena mala" no tienen porqué estar en la costa. Te las puedes encontrar perfectamente a muchos kilómetros del mar.

El gps es una excelente ayuda pero no te indica dónde hay minas, ni las zonas que se embarran cuando llueve, ni hasta dónde sube la marea, ni dónde hay zonas de "arenas malas", ni qué pistas han sido cubiertas por las dunas que se desplazan, ni dónde hay bandidos. Para eso están los guías que, aunque no sean infalibles, prácticamente viven en el desierto y conocen cada duna por su nombre. A veces me meto con ellos porque algunos son un poco bordes, pero valoro su trabajo y reconozco que se ganan lo que cobran, por cierto bastante.

Hace años tuve un gps, era de los primeros y tardaba 5 minutos en dar la posición. En un arrebato de impaciencia lo tiré por la ventanilla. Luego me arrepentí y di la vuelta para recogerlo, pero se había roto sin posibilidad de reparación. El gps es un buén complemento y a veces ayuda, pero no es una varita mágica.

El vehículo con el que más he disfrutado atravesando el desierto es el Peugeot 504. La clave está en llevar poco peso, y variar la presión de las ruedas en función del terreno. En zonas de arena, hay que deshinchar hasta más o menos un kilo. En zonas de piedras, hay que hinchar todo lo que se pueda. Lo malo es cuando te encuentras arena y piedras mezcladas.

Circulando por el norte del parque nacional Banc d'Arguin en dirección a Nouadhibou, entre dunas que de vez en cuando tapaban la pista.

Montábamos nuestro pequeño campamento antes de que anocheciera y encendíamos una hoguera mientras calentábamos la cena con la bombona de gas, menos romántica pero más práctica. Detrás, la luna llena iluminaba el paisaje con tonos grises.

Esta foto corresponde a la bahía Río de Oro, que se encuentra a la entrada de la península donde está Dakhla, antiguo Villa Cisneros. Río de Oro es también el nombre que recibe la mitad sur de la antigua provincia española del Sahara Occidental, actualmente ocupada por Marruecos.

Una bonita foto del río Sakia El Hamra, cerca de Laayoune, antiguo El Ayun, donde en 1991 estableció su base de operaciones el MINURSO, que significa United Nations Mission for the Referendum in Western Sahara. Llevan doce años para celebrar un referendum. De momento mantienen la paz, que no es poco.

Las dunas son como las personas. Cada una es diferente y única. Su color cambia a lo largo del día y varía de forma según la luz que la ilumine. El viento la moldea poco a poco, sin prisa. El frío azul del agua debería discordar con el cálido marrón de la arena, pero en África los colores no tienen leyes.




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