VIAJE TRANSAHARIANO OCTUBRE 1993

Si el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, entonces yo soy el hombre. En septiembre del 93, me dijeron que los problemas en la frontera entre Argelia y Malí se habían resuelto. Evidentemente, me habían informado mal. Para celebrar el final de mi etapa como estudiante, reuní todos mis ahorros y me compré un viejo Peugeot 504 de gasolina con aire acondicionado y cinco velocidades. Una máquina maravillosa de 2000 centímetros cúbicos y doble carburador. Consumía mucha gasolina, pero eso no me importaba. Pensaba en las 6 pesetas que costaba el litro en Argelia.

Esta vez, fui yo solo. Después de la experiencia anteriormente relatada, no quise animar a nadie para que me acompañase. El viaje se desarrolló con toda normalidad hasta Reggane, donde acaba la carretera asfaltada y empieza la pista. En un viaje transahariano, siempre hay 3 momentos en los que me pongo nervioso. El primero es cuando salgo de mi casa, por la emoción que siento al comenzar el viaje y la incertidumbre de no saber si voy convenientemente preparado. El segundo, al tomar el barco para cruzar el Estrecho, es un punto sin retorno. El tercero, cuando se acaba la carretera y empieza la pista que atraviesa el Sahara. No es nada metafísico, sino simplemente miedo de que se me estropee el coche.

Me paré, como siempre hacía, al comienzo de la pista, para repasar la mecánica en la medida que me permitían mis conocimientos técnicos, que tampoco eran muchos. Todo parecía estar en orden. No me planteaba cuestiones elevadas como el respeto a la inmensidad del Sahara, el valor de la vida, el empuje y la determinación de la voluntad, etc. Pienso en todo eso ahora, cómodamente sentado en mi sillón delante del ordenador. Solo me fijaba en manguitos, cables, indicadores, niveles de líquidos y estado de los neumáticos. Todo en orden.

Conduje con mucha precaución hasta el kilómetro 200, donde me encontré con mi amigo Daghman. Me trasmitió su preocupación por los momentos difíciles por los que atravesaba Argelia. De hecho, estaban al borde de una guerra civil. No se cómo podía saberlo ese hombre extraordinario en medio del desierto, pero acertaba plenamente. Yo venía de atravesar el país de norte a sur, y no me había percatado de nada.

Al día siguiente continué hacia el sur, con mucho cuidado de no quedar atrapado en ningún arenal. Antes de llegar a Bodj Badji Moktar, me desvié para pasar la noche detrás de unas dunas, a la altura del aeródromo. Mi plan era hacer los trámites de salida al día siguiente a primera hora, y pasar el menos tiempo posible en esa ciudad, donde sospechaba que vivían los bandidos que me habían asaltado la vez anterior.

Pero a la mañana siguiente, al salir de la duna detrás de la cual había pasado la noche, me metí por un mal sitio, y el coche quedó atrapado en la arena. Estuve un buen rato intentando salir, y cuando ya creía estar fuera, el coche se paró. Intenté arrancarlo varias veces, pero la batería se había descargado. Mi plan se había hecho trizas. La pista principal estaba a unos 5 kilómetros, y era muy poco transitada. Así que me hice unos espaguetis. El humo de la hoguera atrajo a una patrulla del ejército, gracias a la cual pude salir de allí con mi coche. Ya era demasiado tarde, todo Bordj, y seguramente los bandidos también, sabían que yo iba a Malí.

Hice los trámites de salida, y me quedé a dormir en el patio de la gendarmería. Al día siguiente, antes de amanecer, recogí mis bártulos y arranqué el motor. Había perdido el tubo de escape en algún bache, y metía muchísimo ruido. Parecía un bólido de competición. Salí organizando un escándalo tremendo. Mi corazón latía a toda velocidad, y veía cómo la aurora de rosáceos dedos cubría el cielo. Yo creo que, si alguna vez en mi vida he levantado las cuatro ruedas del suelo a la vez, fue en ese trayecto entre Bordj Moktar y Tessalit. No corría, volaba. Tenía miedo de los bandidos, y el miedo da alas. No se si me siguieron, no me paré a comprobarlo. Tenía un ojo en la pista, otro en el retrovisor, y otro en el indicador de la temperatura, ya que iba a tope. Llegué a Tessalit sano y salvo. Creía que lo había conseguido, inocente de mi.

El edificio de la gendarmería tenía numerosos impactos de bala. Los funcionarios se parapetaban, permanentemente armados, detrás de sacos de arena. Por las calles se veían numerosos hombres con armas. Estaba claro que había una guerra, y yo estaba en medio. Me encontraba en el fin del mundo, y a nadie de fuera le importaba lo que allí pasaba. Mucha gente piensa que solo existen los conflictos que aparecen en la tele, los periódicos o la radio, pero hay muchos más. Guerras de la que no se informa porque no interesa, porque no se conocen, o porque no hay nadie para contarlas.

El caso es que a mi no me había llamado nadie, y me tenía que buscar la vida para salir. Me dijeron los gendarmes que no se me ocurriese proseguir solo hacia Gao. Debía esperar al convoy militar. Pero hacía una semana que habían matado a cuatro soldados para robarles las armas, y por allí no aparecía nadie, ni militar ni civil. Estuve dos semanas esperando. Tenía bastantes provisiones, pero prefería la comida de una señora de la que ya no recuerdo su nombre. Todos los días regateábamos el precio del plato, pero acabé cogiéndole cariño. Era bastante gruesa, muy respetada por sus vecinos, y vivía rodeada de niños. Todos los días, al atardecer, me dejaba coger agua de su pozo para ducharme. La ducha consistía en un bidón metálico con agujeros, supongo que de bala. Tenía que sacar el agua del pozo con una bolsa de piel de cabra atada a una larga cuerda, subir por una escala, echar el agua en el bidón y bajar corriendo para ducharme. Así, varias veces.

Cuando se me acabaron todos los libros que llevaba para leer, decidí buscar una solución alternativa a la de esperar al convoy militar. Lo que me ocurrió después, me convenció de que debía ejercitar más la paciencia. Un buen día se me acercó un tipo, y me dijo que era un jefe del movimiento para la libertad de los tuareg, o algo parecido. Me aseguró que, por un módico precio, podía llevarme hasta Gao sin problemas. Yo me lo creí. Era rechoncho, paticorto, y además tenía un bigote de malo de Hollywood. Creo recordar que se llamaba Buba. Fuimos a la gendarmería, y el sargento le hizo firmar un escrito en el que se hacía responsable de mi seguridad. Desde ese día, creo menos en los papelitos. O quizás ese documento me salvó la vida, nunca lo sabré.

Estaba atardeciendo, y yo le dije que prefería esperar al día siguiente para salir. Él insistió en comenzar el viaje en ese momento. Había 517 kilómetros hasta Gao. Después de dos semanas en el mismo sitio, tenía ganas de salir de moverme, y accedí. O, mejor dicho, piqué. Nos acompañaba un amigo suyo, tan siniestro como él.

Cuando habíamos recorrido unos 50 kilómetros, Buba me pidió que parase. Quería buscar unas gafas que había perdido en ese sitio en un viaje anterior. Ahora entiendo lo absurdo de la situación y lo burdo del engaño, pero en ese momento no me percataba de nada, esa es la verdad. Mientras estaban haciendo el paripé, nos pasó otro vehículo a toda velocidad cargado de gente. Ahora creo que iban a preparar el asalto. Continuamos otros 50 kilómetros, y a la altura de Aguelhok, nos paramos en un campamento. Consistía en una gran tienda de lona, y tres o cuatro tiendas más pequeñas. Me ofrecieron un plato de comida y sitio en la gran tienda. Había 10 o 12 hombres allí. Todos me miraban, pero ninguno hablaba. Estaban descalzos, y yo me quité mis botas, que olían bastante mal. Uno de ellos quiso sacarlas fuera de la tienda, pero yo me negué. Llevaba dinero escondido debajo de las plantillas. No quise decírselo, y me inventé un cuento para salir del paso. Le dije que, de donde yo venía, el calzado era sagrado, y no se podían tocar las botas de otro hombre sin su permiso, o algo así.

Después de una copiosa cena, proseguimos nuestro viaje. El amigo de Buba había desaparecido. Buba insistió en conducir y yo le dejé, porque tenía sueño. La noche era perfecta para un asalto, ya que la luna iluminaba bastante y los bandidos podían conducir con las luces apagadas sin ser detectados. Cometí exactamente el mismo error que dos años antes.

No habíamos hecho muchos kilómetros e iba yo dormitando, cuando de pronto oí delante de mí un disparo. Pensé: "Dios mío, otra vez noooooo". Buba frenó en seco, y yo me quedé petrificado. Un hombrecillo metió su Kalashnikov por mi ventanilla, que estaba bajada, y apoyó el cañón sobre mi pecho. Pensé que ese no era el que había disparado, porque su arma no estaba caliente. Me gritó en francés que saliera del coche. Parecía muy nervioso. Yo tenía el cinturón de seguridad puesto y las manos apoyadas en el salpicadero. No quise moverlas, por si el otro pensaba que iba a coger un arma o algo por el estilo. Así que le dije: "el cinturón". El otro no me entendió, y se lo volví a repetir: "el-cin-tu-rón". Me dijo que me lo quitase y saliese. Me lo quité y salí muy despacio. Oí cómo sacaban a Buba a rastras, y hacían como que le pegaban. Me dieron ganas de unirme al grupo, y pegar de verdad. Me rodearon dos o tres bandidos. Eran muy bajitos. Uno de ellos me registró, mientras los demás me apuntaban con sus armas. Me ataron las manos a la espalda con un turbante, me llevaron fuera de la pista, y me obligaron a tumbarme en el suelo. Una postura bastante incómoda, teniendo en cuenta que estaba todo lleno de piedras. Empezaron a interrogarme, me preguntaban si era un espía o algo parecido. Yo les decía lo de siempre, que era cocinero y que estaba haciendo turismo. Esa es una profesión muy querida y respetada en África. Y para ellos, todos los europeos somos turistas. Así estuve un buen rato, unas dos horas, mientras registraban mi coche. No se con que finalidad, ya que al final se lo quedaron todo, como siempre. Luego, ya más tranquilos, me taparon la cabeza con otro turbante, me introdujeron en el asiento trasero de mi coche, y me tuvieron toda la noche de viaje. El conductor era bastante malo, no hacía más que golpear los bajos del coche contra las piedras. No había nada que hacer y estaba claro que no me iban a liquidar, así que me dormí. Yo, para ellos, debía ser como la gallina de los huevos de oro. Me dejaron al amanecer cerca de la pista que hay entre Bordj Moktar y Timiaouine, en territorio argelino, a unos 200 kilómetros hacia el norte de donde me habían asaltado. Todo un detalle por su parte. Me dejaron con mis vaqueros, una camiseta, un polo, un bonobús y mis botas. No me habían tocado las botas, por lo que deduzco que los bandidos eran los mismos con los que había cenado.

Me hicieron bajar del coche todavía amordazado, y me desataron. Uno de ellos me dijo: "¿ves esa casa?, pues camina hacia allí". Yo no veía más que arena y arena, y todo borroso, después de tantas horas con los ojos tapados. El otro se fue corriendo al coche, como un niño después de haber hecho una travesura, y salieron a toda velocidad, con mi flamante Peugeot 504 de gasolina con aire acondicionado, cinco velocidades, 2000 centímetros cúbicos, doble carburador, elevalunas eléctrico, dirección asistida, etc. También mi ropa, mi comida, mi pasaporte y mi walkman. Ahora ya nadie se acuerda de ese coche, excepto yo y el ayuntamiento de Madrid, que me sigue queriendo cobrar los impuestos municipales de circulación de los años siguientes.

Cuando consideré que ya estaban demasiado lejos para verme, les hice un corte de mangas y les grité algo relativo a sus madres. El síndrome de Estocolmo no me había afectado lo más mínimo. Fui hacia la dirección que me habían indicado. Efectivamente, allí había una casa, y llegué agarrándome los pantalones para que no se me cayesen, ya que también me habían robado el cinturón. Dentro había una familia de tuaregs. Se quedaron bastante sorprendidos al verme llegar en esas condiciones. Me ofrecieron comida de lo poco que tenían, y les dí las gracias. A media mañana, pasó un taxi Toyota cargado hasta arriba, y antes de preguntar nada, me encaramé al techo, no fuera que no me dejasen subir. Siempre es más fácil que no te dejen pasar a que te echen. El conductor me aceptó a regañadientes, y fuimos hasta Bordj Moktar. Aquí estuve otros 3 o 4 días prestando declaraciones a la policía de fronteras, a la gendarmería, al ejército y a la aduana, con el mismo funcionario que la vez anterior. En esta ocasión, creo que se reía de verdad, y no le faltaban motivos.

Me expidió el siguiente permiso de tránsito para poder llegar hasta Orán:

Lo pongo aquí porque en los foros de viajes siempre hay algún cretino que no se cree nada y me llama mentiroso.

Mi moral no estaba precisamente en su mejor momento. No es que me echase a llorar, pero recordaba tiempos mejores. Me quedaban unas 6000 pesetas, las que llevaba escondidas en una de mis botas, y todavía tenía que regresar a España. Tardé 10 días en llegar, y me sobró dinero. El único medio de transporte que encontré en Bordj ajustado a mis posibilidades, fue un viejo y enorme camión que llevaba ovejas a Reggane, a 600 kilómetros por pistas. Me subí al techo de la cabina, junto con otras 5 personas. No había riesgo de caerse, ya que la velocidad nunca excedía de los 20 km/h. Íbamos los 6 en fila, mirando al frente. Me dejaron un turbante, para no tragar polvo. Cuando anocheció, paramos e hicimos bajar a todas las ovejas. Eligieron la más hermosa, y la sacrificaron siguiendo el rito musulmán. Hicieron una hoguera, y la cocinaron. Me daba un poco de pena, pero estaba riquísima. Dormí en el suelo, pasando mucho frío.

Al amanecer, fuimos recogiendo las ovejas para subirlas al camión. Algunas se habían alejado bastante, y la operación nos llevó un par de horas. Después de recorrer unos kilómetros, el camión se estropeó. Se había roto una correa. Intentaron cambiarla por otra, pero no pudieron. Las horas pasaban, y seguíamos sin movernos. Cuando estaba anocheciendo y ya me había hecho a la idea de pasar otra noche tirado en el suelo, pasó un taxi Toyota cargado hasta arriba. Los del camión pidieron al conductor que me llevase. Yo les dije que no me parecía bien eso de largarme. La verdad es que me lo estaba empezando a pasar bien, y pensaba en lo rico que estaba el cordero. Pero ellos insistieron, y me subí en la parte de atrás. Estuvimos toda la noche de viaje. Conocí a un maliense que volvía a su casa de Reganne, después de varios años de ausencia por motivos políticos. Otro, que había perdido toda su familia en la guerra. Me di cuenta de que, de las 18 personas que viajábamos en ese vehículo, probablemente yo era el que menos problemas tenía.

El conductor del taxi debió sentirse profundamente conmovido por la historia del maliense expatriado, y cuando llegamos a Reggane, fuimos directamente a casa de éste. Vimos cómo se aproximaba a la puerta de entrada con su vieja maleta, y esperamos en silencio a que su mujer le abriese. Al cabo de un rato apareció, era una mujer joven, y al verle sonrió y se tapó la cara con su turbante.

En Reggane cogí un autobús hasta Adrar. Fui al hotel donde solía alojarme, el mejor de la ciudad, y le conté lo que me había pasado al recepcionista, que me dió una habitación gratis. Descansé estupendamente, era la primera vez que dormía en una cama desde hacía mucho tiempo, y me pareció una nube de algodón.

Al día siguiente, cogí otro autobús hasta Bechar. Observé que había más controles policiales que antes. El FIS y el GIA estaban pegando fuerte, habían dado un ultimátum a todos los extranjeros para que saliesen del país, y yo, aunque lo estaba intentado, no lo sabía. La cosa no era broma, al poco tiempo mataron por la espalda a un comerciante alicantino, a siete marineros italianos y a unos religiosos franceses. Yo me enteré de todo eso leyendo el periódico en mi casa. En Bechar repetí la operación de Adrar, y dormí otra noche gratis en el mejor hotel.

Al día siguiente tomé un autobús para Orán, y cuando llegamos a Beni-Ounif, después de hacer algo más de 100 kilómetros, nos dijeron que la carretera estaba cortada a causa de las inundaciones. Estuvimos todo el día parados, dando vueltas por el pueblo. Dormimos en el autobús.

Al día siguiente, fuimos hasta donde se había producido el corte. La riada se había llevado un buen tramo de carretera. Había varios camiones atascados en medio del río. Vi cómo un camión quedaba atrapado intentando atravesar la corriente. Luego vino un camión Mercedes Unimog del ejército para rescatar a los demás, y le pasó lo mismo. Por la tarde, la corriente fue perdiendo fuerza y la gente empezó a cruzar a pie, con el agua por la cintura. Atravesamos todos los pasajeros del autobús, y nos montamos en otro que nos esperaba en la otra orilla.

Llegué a Orán calado, y fui directamente al consulado español. Allí al principio me atendieron bien, hasta que les conté que era la segunda vez que me asaltaban en la misma zona. Entonces me dijeron con la ley en la mano que no me podían repatriar por segunda vez. Creo que fueron demasiado rigurosos dadas las circunstancias, pero también es verdad que los impuestos no se hicieron para pagar mis desventuras. Solo espero que sean siempre igual de prudentes con el dinero de todos, aunque lo dudo, viendo el despilfarro, la prepotencia y la cara dura de muchos "servidores públicos". Cuando en su día me tocó realizar el servicio militar, no puse reparos en dar un año de mi vida completamente gratis, e incluso estuve dispuesto a dar mi vida entera en caso de necesidad. Sin embargo, esos funcionarios cuyos sueldos y pensiones contribuyo ahora a pagar con mis impuestos, se acogieron a la letra pequeña para no socorrer a un compatriota veinteañero en apuros.

Llamé por teléfono a un amigo, que me compró un billete de avión con Air Algerie hasta Alicante. Llegué de noche, y dormí en un hostal. Al día siguiente cogí un autobús y regresé a Madrid. Llegué un poco más pobre que cuando salí, pero contento de seguir vivo.


Nota posterior a la redacción de este relato: ese ataque fue perpetrado por los que entonces eran conocidos como "los afganos", combatientes yihadistas curtidos en la guerra de Afganistán contra la Unión Soviética.



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